viernes, 19 de enero de 2018

El pecado

Todas las personas tenemos un padecer infernal. Un placer culposo del cuál estamos tan avergonzados de admitir que raramente -o nunca- lo confesamos ante alguien más.
Algunas personas son conscientes de estos intereses auto-prohibidos mientras la mayoría lo reprimen tan innecesariamente que piensan que pueden llenar ese vacío con otros placeres no tan crueles o más aceptados socialmente.
Una vez conocí a una persona que llevaba mi mismo pesar, mi misma cruz.
Éramos tan conscientes de lo que nos atormentaba que nos pasábamos horas y horas hablando de cualquier cosa, menos de eso.
A veces tenía miedo de expresar por error, algo que le diera a entender que yo sufría lo mismo que ella. Y creo que a ella le sucedía lo mismo, pues por más profesional que era (y esto lo reconozco yo sin ningún tipo de ironía), a veces se reía nerviosamente y desvariaba intentando retomar el tema principal que nos había llevado a acercarnos al problema de raíz. Todas estas charlas concluían con una sonrisa de aceptación de la tristeza mirando hacia el suelo.
No fue la única con este pecado que conocí. También conocí otras personas que llevaban el mismo estigma.
¿Qué era lo que diferenciaba a estas personas, de ella y yo?
Los demás habían comido de la manzana, nosotras no.
Nosotras sólo la deseábamos de una manera platónica.
No queríamos ni tenerla en nuestras manos.
Con tan sólo mirar el objeto deseado éramos felices.
La mínima idea de pensar en involucrarnos para nuestra satisfacción personal era peor que cualquier corrupción del alma que se nos pudiese ocurrir.
Esto me llevó muchas veces a pensar, ¿por qué sufríamos más nosotros, los que no actuábamos, que los que sí?
Quizás ellos que veían la fruta como comida, pensaban que podían tomarla sin consideración alguna hacia su estado o entorno, ya que al fin y el cabo iba a cometer su propósito: alimentar.
Quizás la realidad es esa, y es por eso que nunca vas a ver arrepentidos a los que se animaron a probar, sin importar las consecuencias del acto mismo.
¿Cómo podemos estar tan seguros que la visión de lo que tenemos es la correcta? Sólo nos dejamos llevar por lo que es legal o ilegal, virtud o pecado, socialmente aceptado o tabú.
Nosotras no podíamos ver la fruta como comida, aunque todos los diccionarios nos digan que sí.
Preferíamos mil veces soportar la tortura de nuestra mente al no poder saciarnos de placer por esta visión moral que teníamos, donde las frutas no eran alimentos para nuestro cuerpo.
Y, al final, nosotras que tanto criticábamos a los que no admitían sus propios placeres culposos; nos mirábamos con decepción una a la otra al reconocer que admitir lo que sentíamos nos hacía igual o más lamentables que el resto del mundo sólo porque no nos animábamos a comer de la fruta prohibida.
Quizás nos queríamos muy poco a nosotras mismas como para atrevernos a pensar que sí nos merecíamos la recompensa.